En
uno de nuestros ir y venir por ese mar a veces tranquilo, a veces agitado,
encontramos casi enterrado en la arena, un mensaje dentro de una botella que
decía:
El hallazgo
A la hora
en que el sol todavía no ha podido vencer a la negra noche, a la hora en que el
alba asoma su rostro por encima del oscuro monte, a esa hora, diariamente,
emprendo mi temprano y tranquilo paseo.
La playa,
como siempre, está totalmente desierta. Es bajamar, huele a lodo y algas, huele
a roca y algas, huele a playa y mar...
Una de las veces que miro
hacia el mar (ese mar inmenso que viene hacia mí, que está dentro de mí), veo
un pequeño mástil perpendicular al horizonte, que, extrañamente, permanece
inmóvil, sin dejarse mecer por el ir y venir de las olas. Mi curiosidad me
inclina hacia él.
Empiezo a caminar, primero
sobre la arena vacía, llena de conchas, plantas, moluscos y pequeñas rocas.
Después, camino entre el agua, abriéndome paso, no sin esfuerzo, ya que me
abraza y se contorsiona a mi alrededor, como sabiendo que mis trémulos pasos me
pueden abandonar, como sabiendo que en cualquier momento puedo ser su
prisionero.
El pequeño mástil sigue allí,
delante de mí. Después de una incruenta lucha contra las blancas olas, llego
hasta él.
No salía de mi asombro ¡¡Era un cañón!! Un
cañón antiguo, de aquellos que adornaban antiguos veleros, de aquellos que
protagonizaron antiguas luchas, de aquellos a los que se le introducía pólvora
y munición por su boca, y por la misma boca expulsaban batalla, fuego y muerte.
Corrí, saltando de alegría,
hacia tierra. Volví con una larga y fuerte cuerda, para poder arrastrarlo hacia
la orilla, para poder arrastrarlo hasta mí.
Lo amarré fuertemente por la
cruceta, con cuerda y trabajo, tiré de él, con ganas, con fuerza, no se movió;
tiré nuevamente, tiré otra y otra vez, al final cedió...
Me arrastró, con tal impulso
que me hizo estremecer, me encontré entre el agua, abajo, hacia el fondo...
El aire me falta, no puedo
resistir más. De pronto, un tirón fuerte de la cuerda, me hace salir a la
superficie, me hace salir al aire, me hace salir a la vida.
Cuando mis ojos se limpian de
agua y mar, veo cerca, muy cerca, un bote de remos, tripulado por cuatro
robustos marinos, que, llevando el cañón a bordo, reman silenciosamente hacia
un apuesto y hermoso velero, hacia un velero que pone sus velas en manos del
viento, que pone su alma en manos del mar.
Izan el cañón por la amura de
babor, y lo instalan en una base móvil, con unas ruedas, para poder moverlo
hacia adelante o hacia atrás, con objeto de poder cargarlo por delante y
dispararlo por detrás.
La cuerda se pone tensa, ¡me
han visto!, tiran de mí, como hicieran con el cañón y me suben a cubierta.
El capitán, después de dar
unas órdenes, en un idioma que no entendí, me hizo abrir una escotilla. Bajé
hacia la noche por una escalera rota. Mi cuerpo chocó contra el suelo, contra
un suelo mitad árbol, mitad agua, contra un suelo mitad vida, mitad muerte,
contra un suelo negro y húmedo que se me clavó en la vida.
Después de no sé cuánto tiempo
de bajar y subir, de subir y bajar, al compás de negras olas, se hizo la calma,
una enorme quietud inundó el barco.
La tenue luz que se filtra a
través de un sucio ojo de buey, me indicó que había amanecido, miré hacia
afuera, no sin alguna sorpresa, y me doy cuenta que estamos remontando un río,
ya hemos pasado la desembocadura y el velero se desliza dulcemente río arriba,
por entre sus aguas quietas, por entre sus aguas dulces.
Una algarabía de voces, voces de mando y
voces de obediencia, me llegan desde cubierta. La maniobra de atraque se
realiza perfectamente. Hemos atracado en una hermosa ciudad, a la sombra de una
torre baja y regordeta, dorada y circular, levantada con miles de azulejos
dorados, que al dar en ellos la luz del sol, reflejan ésta, como si se tratase
del más potente faro, como si se tratase del más costoso metal.
La escotilla se abre, un
marino baja por un par de cabos. Es tal el ajetreo que hay a bordo que se
olvidan de mí.
Sigilosamente subo a cubierta,
en el momento en que están desembarcando un ataúd, un rico y negro ataúd, al
que espera en tierra un rico y negro cortejo.
Usando mi ya usada astucia, me
uno al cortejo, de gente bien ataviada de negro y serio, como corresponde al
fúnebre acto.
La mancha negra avanza por la
ciudad, por calle y plaza, plaza y calle, dejando tras de sí un halo de
tremenda tristeza, dejando tras de sí un halo de tremenda soledad.
Al poco tiempo, llegamos a una
iglesia, cerca del río y de la dorada torre, la cripta está en el atrio, en el
exterior. Después de una muy complicada ceremonia, sepultan el ataúd en uno de
los lados de la cripta, prácticamente debajo de la puerta de entrada a la
iglesia.
Mi curiosidad sin límites, me
empuja dentro de la cripta, la losa se cierra. Estoy dentro de la más terrible
oscuridad. Hace un frío intenso, me hielo por momentos. Hay muchos cadáveres,
que debido al intenso frío reinante, debido al río, debido al agua, debido al
mármol, están todos incorruptos.
Todos juntos, río, agua,
mármol y frío, hacen que los cuerpos no se descompongan, hacen que los cuerpos
sigan como están.
Tanto es así, que al
desenterrar uno de ellos (el que está debajo de la puerta) los altos cargos de
la ciudad, creyeron que su incorruptibilidad podría ser debida a su santidad,
cambiándolo de lugar y volviéndolo a enterrar debajo del altar mayor, donde,
naturalmente, se convirtió del todo en la nada, pues era un gran caballero,
pero no tan grande santo.
Con el paso del tiempo y el
espacio, las damas de la alta sociedad, que desean contraer matrimonio en esta
iglesia, han de entrar en ella por un pequeño portillo enrejado que hay a la
izquierda de la puerta principal, han de pasar y pisar por encima de las losas,
han de pasar y pisar por encima de la muerte. Una vez dentro, han de
enfrentarse nuevamente a la muerte, para comenzar sus nuevas vidas.
Tiré con todas mis fuerzas de
la cuerda, el cañón siguió quieto, en su sitio, desistí y, alejándome, proseguí
con mi temprano y tranquilo paseo.
16 de enero de 2015
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